El Parque Arqueolóxico da Arte Rupestre de Campo Lameiro (Pontevedra) no estaba exactamente en nuestra agenda, era una de esas cosas que teníamos más o menos pensada para un día que no hiciese “bueno”, vamos, que estuviese nublado.
Pontevedra es una provincia que centra especialmente su turismo en costas y playas, siendo la apuesta por el medio natural el Parque Nacional Marítimo-Terrestre de las Islas Atlánticas. No obstante, llevábamos unos 6 años sin visitar la provincia, y a nuestro paso íbamos encontrando indicios de un cambio de tendencia en cuanto al turismo patrimonial, en forma de abundantes indicaciones para ver castros y mámoas, o rutas culturales que unen paisaje y yacimientos arqueológicos.
Una de las novedades que encontramos fue al revisitar los petroglifos de Mogor (un pueblecito que es casi un suburbio de Marín), aquellos que encontró el siglo pasado el tío-abuelo Carlos Paratcha Vázquez, y hallar allí un centro de interpretación recientemente estrenado.
Aún a riesgo de conseguir que una pequeña de 4 años odie la arqueología para siempre, amaneció un día nublado y pusimos rumbo a la “Galicia profunda”, esa belleza verde de valles y aldeas. El camino, por carreteras secundarias, ya nos iba permitiendo disfrutar el paisaje, donde poco a poco resurgen los carballos entre los bosques de eucalipto.
Una vez en el parque, optamos por comenzar el recorrido exterior y dejar la visita al centro de interpretación para el final. Desde el Parque se propone un recorrido circular que recorre todos los hitos (son 4 km, vais avisados) o recorrer el segmento central, con puntos muy interesantes (800 metros de recorrido).
Optamos por una versión mixta, para contentarnos a todos, comenzando por un hito que permite a los más pequeños disfrutar desde el primer minuto. Se trata de una réplica del “laberinto de Mogor”, uno de los motivos representados en roca en ese lugar, pero a gran escala, de modo que pequeños y mayores pueden recorrerlo y perderse en sus vericuetos. ¡Un gran acierto! En su entorno también se han colocado una serie de réplicas de petroglifos que se pueden tocar, otro lujo para los peques.
Tras esta toma de contacto, enfilamos hacia los petroglifos de verdad, disfrutando por el camino de la sombra de los robles, y de abundantes puntos de descanso a lo largo de la ruta, algo que se agradece mucho. La señalización de los petroglifos es impecable, indicando en el panel todas las representaciones documentadas en cada punto, ¡y menos mal! Unas cuantas figuras nos resultaron invisibles. Otras muchas resultan perfectamente visibles, todo un regalo en piedra de nuestros ancestros.
El recorrido va conjugando petroglifos y miradores, entorno y arqueología, convirtiendo el paseo en una muy agradable visita. Además guarda otra sorpresa que encanta a los pequeños (y a los mayores, para qué nos vamos a engañar), una reconstrucción de un pequeño poblado de la Edad del Bronce, con sus cabañas redondas, sus hórreos circulares, empalizada, sala común… de todo.
El centro de interpretación resulta muy ilustrativo, eminentemente visual, completando la visita y ofreciendo una visión de conjunto sobre el tema, un estupendo colofón. Lástima que no llevásemos el bocata, porque también cuentan con una zona de merendero al aire libre para darse el gusto de una comida campestre.
Nos ha encantado comprobar además la apuesta por la dinamización del lugar, con iniciativas como “NoitePedras”, que aúna música en vivo, gastronomía y la visita al centro las noches de todos los sábados de julio y agosto, ¡aún estáis a tiempo!
Nos llevamos un muy buen sabor de boca, y prometemos repetir 🙂
Hola. Carlos Paratcha Vázquez era mi tío abuelo también me gustaría ponerme en contacto con la persona que escribió este Post